De siempre se nos ha vendido que la sociedad ha de ser justa, equitativa, libre… Como teoría está muy bien. El individuo interactúa de una manera ecuánime con sus semejantes dando lugar a unas relaciones libres y honestas. La teoría es maravillosa. Si miramos la Naturaleza, vemos que los individuos se agrupan en sociedades piramidales condicionadas por las relaciones de poder, la reproducción y la supervivencia de los más capaces.

Estas sociedades animales no tienen en cuenta al individuo: solo la supervivencia de la especie. No tienen conciencia de sí mismos: solo una sucesión de hechos que, por no tener conciencia de sí ni del tiempo que transitan, pueden ser percibidos como aleatorios. No hay soledad. Tampoco discernimiento.

No es una situación exportable a los humanos pues las relaciones se establecen de individuo a individuo: entre grupos homogéneos que se distinguen entre ellos, separados por los matices que lo hacen originales y distintos. En esas correspondencias, los individuos se ven condicionados por lo que se espera de ellos; también por los vicios que las relaciones acarrean, llamémoslos costumbres, que presuponen actitudes inmutables, exigibles…

Y es ahí donde entra la soledad. El sujeto, individualmente, puede rebelarse contra aquello que lo encasilla. El grupo no puede negar su idiosincrasia, mientras que la persona, en constante evolución, puede cuestionar todo a su alrededor. El grupo se rige por ritos, costumbres, reglas que aportan seguridad y ahuyentan los temores de “estar fuera”: es la dulce sensación de pertenencia que puede robarte algo de identidad, de libertad; pero que compensa.

Así, los modos de relación estándar son inmutables; pero, como las nubes, los individuos son semejantes; distintos pero mutantes: vivos, conscientes, curiosos…

Y cuando quieren introducir cambios… cuando necesitan el agua en copa y no en vaso; cuando besan cuando no viene a cuento o lloran sin motivo aparente, no encuentran respuesta, pues salen de la zona de cobertura, se quedan sin señal: están solos.

Hasta que dos soledades se encuentren, pregunten sobre la realidad que les rodee y den respuestas fuera de guion, vagarán entre dos luces: a cero grados, no son agua, no son hielo.