Hoy me han dado una guantazo con la mano abierta. Y me ha dolido, lo reconozco. Es el mejor que me han dado en muchísimo tiempo, pero lo agradezco. No hay masoquismo en mi afirmación: es orgullo pues me lo ha calzado mi hija. Me relató un lance por el cual fue “cancelada”, como se dice ahora, por el maquillaje que llevaba. Yo, en mi papel de salvador de la patria y de defensor de la justicia (hay un personaje que dice “Busco la paz y mataré a hombres, mujeres y niños para conseguirlo”), me sentí en la obligación de defenderla cual Quijote.

Ella me ha dicho, con mucha calma, que lo ignore: que no pasa nada. Ya ha ocurrido en otras ocasiones y la mejor respuesta es no hacer aprecio, que es el mejor desprecio.

Yo, desarmado e inútil, he visto como mi niña ha sido mucho más juiciosa que yo. Porque lo que yo quería era vencer.

  • Quería culpar y que el culpable pagara por sus agravios, como culpó Adán a Eva.
  • Quise vencer, como anhelan vencer los contendientes en cualquier batalla o guerra, pelea o partido de fútbol: en la cancha o en el Break. Quería apisonar a mi contrincante.
  • Quería matar mi angustia, como el suicida, aún a costa de mi propia existencia.
  • Quise ganar a cualquier precio, como si eso fuera lo deseable, lo que me traería la paz…

La muerte de la circunstancia sería el antídoto del veneno que corroe mis venas, mis latidos.

Y no se trata de eso. Es mucho más sencillo. Es desactivar la situación denigrante sin darle mayor importancia.

Pues eso. Era solo eso. Mi orgullo me lo he guardado en el bolsillo y mi paternidad se complace una mujer que sabe dónde tiene puestos los pies.