Si recogiéramos todas las lágrimas, los océanos llevarían su nombre. Si pintáramos todos los negros días, la noche estaría celosa. Si el miedo pudiera ser contenido viviría, sin duda, en su corazón.

Si la sinrazón tuvo algún lugar donde habitar, la poseyó sin piedad. Noches sin dormir, gritos. Y el lamento, ¡Ay! Los lamentos de soledad que eran traje de sus celos, miedos de su corazón, océanos donde ahogarse.

Y mi madre me habla. Como si estuviera viva. Dice mi nombre, como si supiera quien soy. Y, asustado, me acerco como los perros apaleados, buscando cobijo en su voz, ternura en sus manos. Su voz, entrecortada, casi ronca, articula palabras que son puentes de lianas y flores, leves, etéreos; se llaman amores y tienen todos los nombres que amo. Y creo. De nuevo creo.

Creo que mi madre vive. Que la dignidad aún puede alumbrar el resto de la existencia que nos recuerda los días que, con cárceles de sábanas y miedos, vivió muriendo acurrucada en la cama. Y siento alegría. Perdóname madre si no puedo gritar tu nombre, pues ansío encadenar tu alegría a cada segundo que nos queda por compartir. Y no quiero que el plomo vuelva a cerrar tus ojos, tu boca: Tu voz.

A ti te lo grito, muerte negra, que eres peor que el infierno pues tienes una ventana abierta por la que le llegan las voces de todos los que la amamos, la echamos de menos, necesitamos su dulzura: Sal de ella y no vuelvas, maldita. Así te arrastres y no hagas víctima a más nadie de tus abominables artes de esclavitud y tortura. Desencarnada, eres un mal recuerdo que se va, se va…

Y no puedo por menos, hoy, en tu setenta y siete cumpleaños, decirte que te quiero. Que te quiero viva. Que estás aquí.

Bienvenida, alumbradora de todas las existencias posibles, luz tanto tiempo escondida, esperanza por fin recobrada.