Lo reconozco. Me es mucho más sencillo hablar de otros que mirarme por dentro. Cuanto más grito menos escucho la voz que me araña por dentro y me muestra todo lo que sé que no está bien. Y que, sin embargo, arreglarlo traería consigo demasiados cambios. Por eso me encanta despellejar a otros. Sus gritos acallan los míos.

Vestido de razones. Con los complementos de urbanidad y decencia, expongo mis cuitas sobre otros, pues me preocupan. Aprieto los dientes como si pudiera hacerlos estallar pues me muero por morder una viga de hormigón para aminorar esta respiración corta que me marea y me mantiene vivo; vivo no: Zombi.

Delicadamente, describo de forma ordenada, los errores que me turban del comportamiento de otros. Desde el sitial de la condescendencia hacia mi persona, arrasados los ojos de lágrimas, me descojono en mi interior mientras otros cargan con las culpas de las que sólo, yo, soy titular.

Me resbalan los pies sobre la pátina sanguinolenta de mis víctimas. Todas ellas lo son por mi cobardía. Mi miedo a asomarme a mi interior y comprobar que es un pozo seco, una sima vacía, un cenote sin agua.

Y no me compensa, lo sé: Pero, ¿Cómo se hace para cambiar sin cambiar, crecer sin dolor, pedir perdón de verdad, con propósito de enmienda?

Mejor no: Seguiré en mi papel de matarife y curtidor de pieles. Despellejaré a quien se ponga a tiro. Y me haré un traje con su piel.