Jugar es propio de los niños. Si. Es una actividad que tiene como objetivo divertirse e ir relacionándose con otros a muchos niveles: La fantasía coexiste con la realidad a partes iguales. Y es tan relajante ver cuando juegan: Aún pueden soñar y creer que pueda ser verdad un día…

Sólo queda lo menos malo.

En la vida real, asistimos a un juego que no tiene gracia. Se llama vida política y, cuando alguien entra en el juego, ya no quiere salir. Es una especie de realidad virtual en la que lo honrado y la obscenidad se dan la mano. Y no pretendo ser extremista, ni desesperado. Sólo quiero comprender porqué ocurre.

Los profesionales, los que llevan mucho tiempo, campean a sus anchas y se dedican a atacar, cuando toca, alabar, sobre todo a sus líderes y, como si fuera lo más normal del mundo, a utilizar los medios del estado en beneficio propio.

Esto, a los que vemos la función desde la platea, nos parece muy mal. Vemos cómo son encausados, pero no encarcelados; encarcelados, pero por poco tiempo y con muchos beneficios penitenciarios…

Indignados, algunos, se alzan y levantan la voz. Se genera un movimiento ciudadano y renace la esperanza. Nosotros no somos así, proclaman. Y comienza el juego.

Estos nuevos adalides de la libertad, por estadística, serán los próximos corruptos que defraudarán a la ciudadanía en breve. Por su corta experiencia, sus fallos serán más evidentes; pero, adiestrados por el tiempo, aprenderán a jugar.

Es por ello que, antes que vengan los salvadores de la patria enarbolando banderas de justicia, votaremos a los que conocemos, a los mediocres efectivos que decepcionaron a nuestra conciencia y favorecieron la macroeconomía: Pero que conocemos.

Con sus proclamas insulsas, vacías de contenido, sus sonrisas cansadas y cercanas a la mueca, reconquistan el corazón del cortejado, con bombones que engordan y no alimentan; con flores a las que cualquiera sería alérgico, pero que aceptamos.

Son el mal menor. Suponemos que es el mal menor.

El bien ya no aparece en el horizonte.