Es como bailar bailes de salón solo. Tan incomprensible para mí como un poema escrito en Tamil, como un esquimal intentando describir el desierto del Sahara: como si pudieras explicar el vacío del amor que ya se fue, se marchó… Ese silencio metálico que desgarra tus entrañas.

Todas esas sensaciones son las que tengo cuando voy a celebrar el sacramento de nuestra fe. Un conjunto de gestos a los que asisto. Si: digo asisto porque la mayoría recae sobre el oficiante que, de oficio, actúa y ejecuta una liturgia sabida, conocida por los que estamos, pero incomprensible para la mayoría de quienes habrían de ser receptores de la Buena Nueva de Jesús de Nazaret.

Y digo asisto porque no celebro. En el caso de poder usar el verbo “Concelebrar” sería porque habría otro sacerdote. Creía que era la comunidad, pero no…

Una liturgia que pretende preservar lo sagrado. No voy a entrar en la cantidad de razones que tienen los liturgistas para definir colores, hardware y demás necesidades de atrezzo: es complacencia de unos pocos.

Por ello, y por enésima vez, vuelvo a preguntar: ¿Dónde es la fiesta? ¿Dónde los animadores que inflaman el corazón de los creyentes que vamos a misa? ¿Dónde los que multiplican el pan y los peces para dar de comer a tanto hambriento? ¿Por qué no alzar la voz en los descampados en vez de las pulcras iglesias, limpias de toda sospecha de frontera, de vivir en salida?

Doy gracias a Dios por la herencia que recibimos de los siglos pretéritos. Pero si esa herencia sólo sirve a quienes, complacidos por la belleza de los gestos, viven para ellos y no son comprensibles, asequibles a la mayoría… Si no comunican porque continente y contenido no tienen nada que ver entre sí, entonces, me parecen gestos absolutamente prescindibles.

La liturgia de la vida da de comer al hambriento, agua al sediento. No le importa que no haya cuchara, tenedor, plato o cuchillo de pescado: No sabe de manteles. Lo que hace la vida es darse.