Hoy, al salir del colegio, me encontré un niño en la puerta que parecía estar esperando. Le pregunté si le pasaba algo y me dijo que estaba esperando a alguien. Me dijo su nombre y le dije que estaba en Secretaría. Le acompañé e hice una señal a su maestra: Esperando estaba a su maestra. y, con una ternura increíble, le dijo: “se me ha caído un diente”. Ella le preguntó dónde estaba y le dijo que en casa, porque había sido por la noche. Hasta aquí el hecho.

Me fascinó ver cómo para el niño, su maestra era alguien a quien tenía que informar de tan importante evento. Se le había caído un diente y era primordial que lo supiera. Hay cuatro seres que han de ser conocedores de tan crucial acontecimiento: el ratoncito Pérez, la madre, el padre y su maestra. Quizá el orden habría sido otro si la maestra hubiera estado en casa porque, muy probablemente, después del señor Pérez, iría la maestra.

Todo esto para decir que encontrar niños que aún lo son es tan difícil como ver marcianos. Lo digo porque este tiempo en el que todo está al revés, en el que se cuestiona a los maestros antes de conocer su versión en incidentes que se dan en el ámbito escolar, donde los primogenitores los insultan al no dar razón a sus retoños… Ahora que se constata que la educación, que es función elemental de los padres, es delegada en los maestros, aún hay niños que son niños que quieren a sus maestros: son personas importantes que suponen fundamentos primordiales de su incipiente personalidad, construcción interior…

Reconozco que, si me esfuerzo, podría recordar a mis profesores tras la EGB. Pero no tengo empacho en decir que recuerdo los nombres de mis señoritas de párvulos, mis maestros de primaria; he olvidado las tortas que me dieron con toda la razón del mundo, refrendadas por las de mi padre cuando lo contaba en casa: sólo recuerdo lo bueno. A todas las buenas personas que hicieron de mí quien soy.