En más de una ocasión he mencionado que soy de extremos. Para mí no hay paleta de color. Sólo hay dos: Blanco o negro. No existe el comerse una onza de chocolate, un dulce, un osito de gominola. Todo, todo de una vez, sin prisioneros. Soy lo que se dice un adicto de manual.

Me costó sangre dejar de fumar. Es una estupidez del tamaño de Cáceres pero fumé durante más tiempo del que nunca pensé. Recuerdo que, de pequeño, les quitaba los cigarros a la gente y los pisaba diciéndoles que era malo. Y ahí me tienes tú: fumando desde los catorce años.

Pero es lo que tienen los venenos. Son atractivos, seductores, saben bien; Y me digo: venga, un par de ellos más. Y te tomas dos cervezas, o más; te echas más salsa para mojar más pan: una barra. Que sean dos.

Y lo más interesante es el discurso que tengo dentro. No pasa nada. No hace bien pues tienen esas cosas tan perniciosas para la salud como el aumento de peso, de colesterol, de talla de pantalones… Ya lo sé. Pero ahí están: colgados en los estantes con ese aspecto tan apetecible. En ese momento que pega tanto un sorbito…

Y me mata suave. Pues claro que me mata pues, donde no hay beneficio, cerca está el perjuicio; y lo piensas y ves la cantidad de costumbres que se han socializado e impuesto como necesarias, imprescindibles… ¿Qué sería de una celebración sin alcohol? ¿Qué ocurriría si no lo hubiera?

No abogo por que desaparezcan. Sólo quiero para mí saber que quiero lo mejor para mí. Y ninguna empresa quiere nada bueno para mí si no le supone pingües beneficios. Aunque me mate a largo plazo. Siempre puedo pagar los muertos en cómodas mensualidades.