La unión hace la fuerza. Es una frase archiconocida. Y creo que su sentido es plenamente actual. Pero lo ha sido en todo tiempo, en todo lugar: cultura y religión. Sorprende cuántos países lo tienen como frase de blasón en sus estandartes. Va a ser que es importante, mira tú…

Y es que, no hace mucho, estuve en un encuentro que versaba sobre la misión compartida. Dos partes que quieren trabajar juntos bajo un mismo paraguas, aunando esfuerzos con un solo corazón.

Y aquí es donde verdaderamente empieza la reflexión. Cuando durante mucho tiempo se nos ha insistido en que la multitud de carismas, la pluriformidad de la acción del Espíritu, las distintas sensibilidades desarrolladas por los fundadores han sido, sin mala intención por supuesto, la creación de reinos de Taifas dentro del cuerpo uno que ha de conformar el cuerpo místico. Pero, lejos de trabajar para el bien de todo el cuerpo, cada parte se ocupa de la consecución de su objetivo, sin tener en cuenta el bienestar del todo.

Lejos de querer polemizar con esta opinión, me voy al principio y leo que seremos uno y, así, el mundo creerá: será feliz.

El camino que estamos recorriendo es deshacer mucho del transitado para volver a la unidad primigenia: sin apellidos, sin distintivos. Y no ataco, bajo ninguna circunstancia, el carácter de cada acción. Lo que sí cuestiono es la distancia que la búsqueda individual ha generado entre quienes debían tener un solo corazón.

Lo sorprendente en todo esto no serán los milagros que hicieron nuestros fundadores, santos todos: el milagro será ser uno, cada individuo con sus características únicas, trabajando por el bien de cada hermano.

Eso es hacernos como niños.

(*) Para que todos seamos uno.